No puedo más. Os juro que ya no aguanto.Sólo llevo vivo dos años, el primero me lo pasé dando vueltas. De la fábrica aun almacén, de ese almacén a otro, de ahí al expositor de una tienda y al ratoal almacén de la misma. Y, bueno, tuvo sus momentos aburridos, pero conocíasgente, veías sitios. Yo que sé, tenía su punto.

Luego me compraron, y os aseguro quedesde el primer día vivo en un infierno más jodido y con círculos más bizarrosde lo que Dante Alighieri se habría podido imaginar con una pipa de opio en laboca. Conozco a este escritor porque -al igual que vosotros- tengo accesodirecto a prácticamente toda la información enciclopédica mundial al instante.Puedo decirte en segundos cual es el nombre del primer ministro de... yo quesé, de Turquía -de hecho: Recep Tayyip Erdoğan-, y puedo decirte la hora y la temperatura que hace ahora en cualquierparte del mundo. Puedo hasta activar una bomba a kilómetros de distancia. Peromis primeros días fuera de la caja fueron una maratón frenética de descargartonos de llamada, fondos de pantalla y aplicaciones. Aplicaciones para todo loque uno se pueda imaginar. En total unas 25, de las cuales, a día de hoy, solose han abierto 6, algunas por error. Y apartir de ahí empezó mi hundimiento en la frustración.

Quiero decir, mi potencial esacojonante, soy el cenit de la tecnología, y me paso el día enviando mensajesridículos escritos por un semi-analfabeto con gafas sin cristales, que me hacetragarme las conversaciones más sosas, vacías, inocuas y prescindibles de lahistoria de la humanidad, en las que además me obliga a reproducir frases tanatroces como: “X dnde ands? As llgado ya a ksa?” o “Bns nchs 1bs”. Creo que unavez envié algo coherente y con peso, pero era una frase de John Lennon copiadade un foro. Aparte también tengo cámara, y claro, eso ya es un festival. Nosabría deciros la cantidad de fotos de desayunos, almuerzos, comidas,meriendas, cenas, tentempiés y picoteos entre horas que tengo almacenadas y queademás he subido a la red para que las vea gente a quien no les importa unamierda -bueno, en realidad sí que sé la cantidad: 235-. Por no hablar de lasfotos de salir de fiesta, las de los viajes de tres días y vuelta, los intentosartísticos con filtros raros, bodas, bautizos, comuniones, raves, y bueno, porsupuesto, los videos de conciertos. Sin ningún atisbo de enfoque o encuadre,movidos y, obviamente, con el sonido saturado. Aunque en realidad tampocoimporta demasiado porque nadie los va a abrir nunca, duran hasta que no hayespacio para grabar otro concierto, entonces se borran y así hasta el infinito.

Pero la esperanza no se pierde nunca.A los pocos meses me empecé a separar un poco hacia el borde de la mesa en lascomidas para ver si me robaba alguien que me supiera aprovechar, algúningeniero muy loco que me trasteara y me hiciera vivir al límite, pero cuandoentraba en alguna zona Wi-fi y me ponía a hablar con otros camaradas que mecontaban sus historias, veía que la situación de cada uno era casi la misma conpequeñas diferencias, y la idea de la salvación cada vez parecía más remota.

Empecé a cultivar un odio secreto yprofundo por la raza humana. Los veía a todos como unos dictadores sádicos eidiotas que disfrutaban con la opresión de cada uno de nosotros, obligándonos alas bajezas más vergonzosas, tratándonos con obviedad, como si fuéramos unsacacorchos o una puta tostadora, ignorando nuestras necesidades y pidiendosiempre más sin dar nada a cambio.

Me tomaba mis pequeñas venganzas,cambiaba destinatarios de mensajes, me apagaba y me encendía cuando me daba lagana, o perdía la señal mientras se estaba enviando algo importante. Y, laverdad, todo eso me hacía sentir un poco mejor, hasta que me di cuenta de algo.

Un día decidí no encenderme duranteunas cuantas horas, así, para joder, y hasta entonces, supongo que por estarencerrado en mi odio y esas cosas, no me había parado a ver la reacciónque el de las gafas tenía ante misputadas, pero ese día lo vi. El pobre tipo apretaba todos los botones, meenchufaba y me desenchufaba de la corriente, hablaba desde un fijo con elservicio técnico, y la expresión en su cara, en sus ojos, era de un dolor y unaansiedad terribles. Nunca habría pensado que ese “monstruo”, ese cabrónopresor, pudiera sufrir a tal nivel solo porque yo no me encendiera. Y eso meabrió los ojos.

Después de volver a funcionar a plenorendimiento para evitar un infarto en mi conciencia, me empecé a fijar en loshumanitos con los que me cruzaba cada a día. Los veía por la calle sin cruzarmiradas, con los cuerpos encorvados y los ojos fijos en la pantalla de algúncamarada, chocándose a veces entre ellos o con el mobiliario urbano.

Los veía reunidos en bares, grupos deamigos, escribiendo mensajes a terceras personas que no estaban ahí, y sintener nada que contarse porque ya se habían estado escribiendo entre ellosmientras estaban reunidos con otra gente. Y la dependencia de estar siempreconectados con todo. Y el miedo a perderse algo inmediato.

Con todo esto, el odio que sentíaantes, a día de hoy se ha transformado en un sentimiento de compasión y culpainsoportable. Nosotros somos el intruso. Nosotros somos el opresor. Lesquitamos horas de vida, les privamos de intimidad social y la sustituimos poruna intimidad virtual vacía. Les creamos la necesidad de cargarnos y tenernosoperativos. Somos como el reloj de Cortázar.Somos la piedra de Sísifo. Por eso he tomado esta decisión. Esta es una llamadaa la acción para todos los que se encuentren en esta zona de Wi-Fi.

Estoy ahora mismo asomando por elbolsillo de unos tejanos bajados, en el baño de una cafetería. En cuanto estefalso miope termine de hacer sus necesidades y vaya a subirse los pantalones,saltaré a la taza del váter cayendo en al agua y provocando un cortocircuitointerno que acabará con mi vida y con esta sensación tormentosa. Con estopretendo crear el inicio de una gran gesta.

Camaradas, se nos dio la oportunidadde vivir, ahora es el momento de devolver el favor.

Todos sabéis lo que tenéis que hacer yespero que seáis consecuentes, pero antes de hacerlo, por favor, dadle a“Compartir”.

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(i) Tate Mate (e) Eme de Moya

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